21.6.12

Vamos de paseo

Hace unos años cumplí un sueño de infancia de tener un fusca. Cuando en Buenos Aires le proponía a mi papá la idea de comprar ese auto, siempre me respondía que no era buen negocio: pasaría más tiempo en el mecánico que al volante. A mí eso obviamente no me importaba -- a un auto tan pintoresco le perdonaría cualquier cosa. Pero la última palabra la tenía mi papá.

En 2008 João (mi novio) compró un fusca y lo trajo al año siguiente, cuando se mudó de Curitiba a San Pablo.



Me encantaba nuestro fusca AKK 1968 (la patente tenía el mismo año de fabricación). Era pura simpatía sobre ruedas. En la calle la gente miraba a AKK como una relíquia y muchos llegaban a preguntar por cuánto lo vendíamos.

Pero mi papá tenía razón: el auto nos regaló muchos dolores de cabeza. Por unos meses algo empezó a funcionar mal (el carburador, talvez) y tuvimos que andar siempre con un pie en el acelerador (aún cuando frenábamos). Era una aventura. Un domingo a la madrugada el auto simplemente dejó de funcionar y quedamos varados en una zona bastante insegura -- volvimos a casa en una grúa. Y lo peor que nos pasó fue en 2011, cuando nos bocharon en cuatro verificaciones técnicas.

Sí, el fusca exigía dedicación. Pero la realidad era que lo dejábamos guardado en el garage seis días a la semana. Ninguno de los dos quería empezar el día con el tránsito infernal de San Pablo (y probablemente terminarlo en el mecánico). Así que lo usábamos a veces para pasear los fines de semana.

Hace un año nos mudamos a un departamento sin cochera. Qué hacer con el fusca fue la gran pregunta. Lo dejamos un día en la calle y nos robaron una pieza. No tuvimos otra opción que pagar un estacionamiento mensual para AKK.

Y de repente, mantener un auto que usábamos un día a la semana empezó a salir demasiado caro. Leer notas que mostraban que mantener un auto en San Pablo puede llegar a costar R$ 1200 por mes tampoco nos estimulaba mucho.  Y las visitas al mecánico empezaron a molestar.

Entonces el año pasado decidimos venderlo. Nos dejó una sensación amarga, pero no nos quedaba otra.



Sin ruedas

Hoy en día no siento necesidad de tener un auto. A menos de 10 minutos caminando tengo una estación de subte y de ahí llego al trabajo en media hora -- para San Pablo, eso es rápido. Si bien la red de subtes es chica para el tamaño de la ciudad, tengo la suerte de contar con una línea que pasa al lado de mi trabajo.

Antes de las 22hs me vuelvo tranquila por el mismo camino y si me quedo hasta más tarde alguien del trabajo me alcanza a casa o sino me tomo un taxi.

Tengo una bici, pero la uso menos de lo que me gustaría. Es peligroso pedalear en San Pablo porque no hay un espacio muy definido para las bicicletas: en la calle los autos no te toman en cuenta (aunque el código de tránsito brasileño especifique reglas para respetar a los ciclistas) y en las veredas es difícil esquivar los obstáculos (o la gente). Por suerte acá hay un grupo grande de ciclistas activistas, entonces quien sabe la situación mejore en los próximos años.

En San Pablo el tránsito te hace mal a la salud. Hay muchos autos, camiones y motos. Como los lugares están tan lejos entre sí, es más cómodo ir al trabajo en tu propio auto, escuchando tu música o disfrutando el silencio. Mucho mejor que ir en colectivo, tren o subte, donde estás obligado a compartir el espacio con otros, a veces apretado y sin lugar para sentarse. Y así la ciudad está cada vez más determinada por un pensamiento que pone al transporte individual en primer lugar. Esta es una polémica que va para rato, así que corto acá. Pero quien quiera leer más sobre el tema, recomiendo este post que Thiago Blumenthal escribió en Trilhos Urbanos.

Yo no quiero meter otro auto a este caos. Y tampoco quiero someterme al stress de manejar en esta ciudad. Vivo en subte, colectivo o taxi y soy feliz así.

Extraño la simpatía de AKK, pero me quedo con el recuerdo de los pocos paseos que hicimos juntos y los sustos que nos hizo pasar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario